Ya entrada la primavera, una de esas luminosas tardes, fui testigo de este encuentro.
Un ansioso colibrí ululaba entre las plantas del patio trasero de la casa; sus alas parecían vibrar de desesperación al no encontrar alguna exquisita flor que libar. Afanosamente, el colibrí rondaba todas las flores y hierbas sin reparo, hasta que vio aquel olvidado árbol del rincón, tras la maleza, que desde hace ya varias estaciones, no floreaba con exuberancia.
Era tanta la ansiedad del colibrí, que decidió agitar sus alas para volar hasta ese vetusto arbusto.
Con ramas largas y en partes secas, casi marchitas, el insignificante árbol sintió el estertor de ave rondando sobre sus débiles retoños, percibiendo como éstos revivían ante la presencia del visitante, impulsándolos para que trajeran a este colibrí a libarlos a ellos.
El ave sintió el caluroso recibimiento, motivándolo a permanecer un poco más en sus retoños y saciar su sed.
Es gran momento, fue un episodio de magnificencia para los dos, estos seres vivos se entrelazaban en un singular encuentro.
El colibrí recibió su alimento y a su vez proveyó de vida al olvidado árbol.
Al cabo de unos instantes, la pequeña ave se sintió satisfecha y decidió marcharse, culminando así con ese inolvidable encuentro.